"Si la educación te parece cara, prueba con la ignorancia" (A. Einstein)

"Una sociedad con mayor conocimiento es menos vulnerable a discursos demagógicos" (Ana Isabel Elduque, Decana de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Zaragoza)

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La historia del amante de Isabel

viernes, 10 de febrero de 2012




Sergio nos trae al blog una historia de Nacho Vegas.

El abrigo de Isabel

1

Ya te volveremos a llamar, me dice el tipo sin mirarme a los ojos. Creo que he oído esa frase decenas de veces en los últimos dos años. Salgo de la oficina y me voy caminando junto a las vías del tren hasta llegar a la parada de autobús. Voy palpando en el bolsillo del pantalón mi última paga. En el autobús vacío me desplomo en los asientos de la última fila. Me duelen todos los huesos. Son las ocho de la tarde y esta mañana comencé a las seis a trabajar en las vías. Si hubiera sabido que hoy iba a ser mi último día me hubiera sentado a fumar cigarrillos toda la jornada. Pienso esto y me siento ridículo por haberlo pensado. Después de todo, hace tiempo que la línea de ferrocarriles no funciona bien y se rumoreaba que acabaría cerrando. Me duelen los huesos, pero eso pasará. Vuelvo a palpar las cuarenta mil pesetas en mi bolsillo. Una noche volví a casa con menos de la mitad. Le dije a Isabel que me lo habían robado, pero lo cierto era que había estado bebiendo. Ella lo supo y se puso triste. No me dijo nada, pero habría tenido motivos para ponerse hecha una furia. Sólo se puso triste. Ahora vuelvo a casa con menos dinero cada vez que me pagan. Por miedo a que me lo roben o lo pierda, pero en realidad por miedo a bebérmelo.

Esta es mi parada. Al pisar la calle voy pensando en la manera en que le voy a decir a Isabel que ya no tengo trabajo. Éste no es el mejor momento. Dentro de tres meses y medio, en Navidad, nacerá nuestro primer bebé.

Subo las escaleras hasta nuestro piso y me detengo en el rellano. Pego la oreja a la puerta. Isabel está tocando el violín. Toca una pieza que nunca había escuchado. Es triste pero bonita. Me quedo con la cara allí pegada y los ojos cerrados, escuchando.

Isabel toca muy bien. Toca como los ángeles. Yo no sé una palabra de música, pero puedo pasarme horas escuchándola. Tiene un violín viejo, y lo hace sonar de un modo dulce y amargo a un tiempo. Como el lamento de un hada, es lo que yo siempre digo. Ella dice que el instrumento no es muy bueno, pero yo creo que debe valer su buen dinero. Hubo una época, en los momentos más difíciles, cuando yo más bebía, en que estuve tentado varias veces de venderlo. Doy gracias a Dios por no haberme permitido hacer algo tan miserable. Además, Isabel solía ganar algo de dinero tocando en la calle. Se ponía en el muelle, o en las calles peatonales del centro, y siempre se formaba un grupo de gente a su alrededor que acababa depositando unas monedas en el estuche abierto del violín. Pero no ha vuelto a salir desde que está embarazada. Necesita descansar. También necesitamos dinero, y no pocas veces se empeña en volver a tocar en la calle. Yo sé que tratándose de una mujer en estado la gente echaría más dinero, pero no puedo permitir que lo haga. En una ocasión dos policías dispersaron a la gente y obligaron a Isabel a dejar de tocar y largarse. Había estado tocando durante dos horas sin parar y ellos la insultaron y se llevaron todo el dinero que había conseguido. Cuando me lo contó monté en cólera. Hubiera matado con mis propias manos a esos hijos de puta.

Cuando dejo de escuchar el violín entro en casa. Isabel me mira y sonríe. Su cara es blanca y pequeña, y el dibujo que en ella trazan sus labios rosados me inspira una seguridad que no encontraría en ningún otro rincón del planeta. Hablamos de nuestra situación durante la cena. Al oírla me siento mucho mejor. Ella dice que las cosas cambiarán y yo la creo. Después escuchamos algo de música en la radio. Música clásica, de la que le gusta a Isabel. Yo la rodeo con el brazo y permanecemos así mientras termina el día, y con él todas las cosas ocurridas.

2

Hace un par de años solía hacer kilómetros y kilómetros a diario en mi furgoneta. Repartía comestibles a los pequeños comercios, no sólo de la ciudad sino también de los términos municipales cercanos. Aquello se terminó la tarde misma del accidente. No fue gran cosa, quedé empotrado contra el quita-miedos de la carretera y llevé un collarín durante algunas semanas. Pero había bebido, así que perdí el empleo y me retiraron el carné. La parte delantera de la furgoneta, además, había quedado hecha un acordeón. La grúa me la llevó hasta un aparcamiento improvisado en un solar cercano a nuestro piso. Llevan años anunciando la construcción inminente de una residencia o algo por el estilo allí. Llamé al desguace, donde calculé que me darían diez o doce mil pesetas por la furgoneta. Que estaba demasiado lejos, dijeron. Que no les merecía la pena ir a buscarle, pero que si me las arreglaba para llevarla yo hasta allí me darían algo por ella. Nunca encontré a nadie que me remolcara la furgoneta y, bueno, ahora puedo decir que me alegro de ello. Llevábamos un retraso de cinco meses en el alquiler de nuestro piso y la casera acaba de alquilárselo a alguien. No la puedo culpar por ello. Hace un par de semanas Isabel y yo nos vimos obligados a instalarnos en la furgoneta. Y no se está tan mal, pueden creerlo. El dueño del bar que está pegado al que fuera nuestro portal nos deja utilizar los aseos. Ese es un buen hombre. Varias veces le he pedido trabajo, aunque sé que a él le pone muy incómodo tener que decirme que no. Que ya verá, que cuando vengan mejores tiempos... De todos modos es un buen hombre.

La furgoneta no es un lujo, pero con un par de colchones casi se puede decir que resulta un lugar cómodo. Siempre me gustó que la parte destinada a la carga fuera amplia. En realidad, lo único que verdaderamente me preocupa es el frío. El invierno estará muy pronto aquí, y nuestro hijo con él. El frío y la humedad no pueden ser buenos para Isabel ni para el crío. Pienso que deberíamos marcharnos al sur y probar suerte en el campo, donde dicen que abunda el trabajo. Pero Isabel no está en condiciones de viajar, no en su estado. En cuanto nazca el niño nos largaremos, ya lo hemos planeado. Dejaremos esto y comenzaremos una nueva vida. Nueva y mejor.

Hemos empezado a acusar el frío, e Isabel no se encuentra bien. Estos días ni siquiera tiene fuerzas para tocar el violín. A base de pequeños trabajos consigo comida para cada día, pero la ropa de abrigo que tenemos es escasa. Apenas un par de jerséis, mantas y una bufanda.

La empresa de contratación eventual me ha enviado hoy a un lugar por un trabajo para un desguace, moviendo chatarra de un lugar a otro. Creo que es el mismo sitio donde no quisieron mi furgoneta. Diez mil por jornada, me dicen, y a mí me parece bien. Llego a unas oficinas de las que veo salir a unos cincuenta o sesenta tipos como yo. No se hablan. Uno detrás de otro, mirándose a los zapatos. En sus rostros se adivinan el cansancio y la amargura. Me pongo al final de la cola.

Pasan unas tres o cuatro horas hasta que llega mi turno. El tipo del mostrador es joven y va bien vestido. Me pregunta el nombre, comienza cansinamente a rebuscar entre varios papeles y me dice que no tienen mi ficha. Yo le digo que es imposible, que la empresa ha tenido que enviarla.

Tendrá que hacerse una ficha, jefe; me dice. Odio que me llamen “jefe”, especialmente en estas circunstancias. Me dice que tengo que volver a guardar cola y sonríe como si todo esto tuviera la menor gracia. Vuelvo a ponerme a la cola. Ahora hay más gente que antes. Tardo cinco horas y ya es de noche, Me emplazan para el día siguiente a las siete.

Yo y otros cinco tipos más nos dedicamos a ir de un lugar para otro en un camión que vamos cargando con chatarra, viejos coches siniestrados en su mayoría. Algunos tienen sangre en los asientos delanteros. Me pongo a recordar los tiempos de borracheras, y pienso que esa sangre podía haber sido la mía. Trabajamos hasta que se pone el sol, y al finalizar se me acerca un tipo joven y con buena pinta, parecido al de la oficina, que viste una camiseta de una marca de ginebra. Me da cuatro mil pesetas. Creo que si me quedaran fuerzas me echaría a llorar. El tipo me tiende un recibí y me dice: écheme una firma, jefe. No, tío, ya he tragado suficiente mierda, le digo.

Isabel tiene algo de fiebre. Creía que se trataba sólo de un resfriado pero me temo que ha cogido la gripe. He ido a comprarle medicamentos. También necesita ropa de abrigo con urgencia. Me voy a dar una vuelta por la zona del centro comercial. Entro en el hipermercado y compro naranjas para Isabel. Luego merodeo por las tiendas de ropa que están fuera. En todas hay chicas que no deben de tener más de veintitrés años empleadas como dependientas. Van muy arregladas, con liguera y maquillaje. Me decido. Entro con paso rápido, escojo un abrigo de fieltro negro. No es muy caro aunque es demasiado para mí. Pero abriga y a Isabel le iría muy bien. Hago como que me lo pruebo y con él puesto echo a correr con todas mis fuerzas. Corro como si me llevara el diablo, poniendo toda mi alma en ello. Y cuando estoy a dos metros de la puerta del centro comercial algo duro me golpea en la nuca. Un dolor intenso estalla en mi cabeza. Un flash cegador y siento como si me desparramara por dentro.

3

Cuando recobro el conocimiento me encuentro en una celda de apenas cuatro pasos de largo por dos de fondo. No sé cuánto tiempo llevo aquí pero pasan al menos seis horas hasta que aparece aquel policía. Me lleva hasta un teléfono y me dice que puedo hacer una llamada, pero lo cierto es que no tengo nadie a quien llamar. Mi único hermano murió en Madrid hace algún tiempo. No hay nadie. El policía se ríe como si todo esto fuera un juego para él. Necesito ir al retrete con urgencia. Él me lleva y tengo que hacerlo todo con él enfrente, mirándome y riéndose. De repente me fijo en que no tiene mano derecha. En su lugar luce un gancho de hierro. Veo que el manojo de llaves está en el lado derecho del cinturón, y me pregunto cómo me habrá abierto la celda. Él me ve mirar fijamente a su gancho y me dice: ¿te gusta mi mano, mamón?, y luego: ¿quieres probarla a base de bien?, y con la mano izquierda me agarra del pelo y me echa la cabeza hacia atrás, para después introducir la punta del gancho en uno de los orificios de mi nariz y tirar violentamente de él hasta que, con un dolor inmenso, siento cómo se desgarra la aleta y la sangre comienza a brotar. El tipo me vuelve a encerrar y me deja allí con sólo un rollo de papel higiénico con el que apenas puedo detener la hemorragia. Para evitar que el dolor se apodere de mí totalmente trato de pensar en Isabel, pero me tortura el hecho de no saber cómo están ella y nuestro bebé.

Al cabo de unos días me sacan de allí. No volví a atreverme a mirar el gancho de aquel tipo pero por el sonido de metales rozándose puedo adivinar que de alguna forma abre la celda valiéndose de su dedo de hierro. Cuando me ponen en la calle las fuerzas me flaquean pero echo a correr como un poseso. Dios mío, ojalá no le haya pasado nada a Isabel.

4

Cuando llego a la furgoneta me encuentro a Isabel pálida y tiritando. Al verme rompe a llorar pero sé que se alegra de verme. Alguien le ha robado su violín una noche en que salió a buscarme, y yo me siento culpable por ello. Por suerte el poco dinero que tenemos lo escondemos debajo de uno de los asientos y no pudieron encontrarlo. Me quito mi chaqueta tejana y mi camisa de algodón y trato de abrigar a Isabel. Le consigo más medicamentos, agua y algo de comer. Yo trato de mantenerme en calor bebiendo pequeños sorbos de vodka. Isabel siente unos dolores y creemos que no tardará mucho en dar a luz. Cuando anochece ya no tirita y noto que le ha vuelto el color a las mejillas. Presiento que en unos días se pondrá bien del todo. Doy gracias a Dios, me abrazo a ella para que no coja frío y nos dormimos.

Esta mañana por fin brillaba un poco el sol y la temperatura era tolerable, peto la recordaré como la peor de mi vida. Isabel no se despertó, ni siquiera pudo intentarlo. Tan sólo una débil tos y se fue directa al Cielo, con nuestro hijo a salvo dentro de su vientre. Yo lloro y maldigo. Chillo como sólo lo hacen los hombres desesperados y los torturados, con el acento inconfundible de la verdad. Rezo por Isabel y por nuestro niño. Al menos, pienso, no podrá acabar como yo.

Cojo el dinero que me queda y la botella de vodka. Con Isabel en mis brazos abandono la furgoneta de una vez por todas. La gente nos mira a nuestro paso. Hombres jóvenes con sus novias jóvenes y guapas. Hombres canijos y envejecidos con sus mujeres enormes. Ellos, todos ellos. Nos miran y nos juzgan y luego se compadecen. Pero ninguno de ellos tiene la menor idea de lo que es el amor. Dios, yo sí sé lo que es el amor.

Camino durante hora y media con Isabel y nuestro bebé en mis brazos y una carretera comarcal me lleva hasta una zona de fincas. En el prado de una de ellas dejo a Isabel, tendida sobre la hierba. La mañana sigue siendo agradable y su cuerpo se ve precioso al sol. Allí sé que alguien la encontrará. Me despido con un beso. Aún no estás fría. Creo que me iré al sur, Isabel. Las cosas me irán bien y tú lo verás todo desde ahí arriba.

5

Sé que Isabel tiene que estar mejor. Al menos no puede ser peor que esto, no para Isabel, ella no lo merecía. Muchas veces pienso en que debiera haberme ido con ella pero carezco del valor suficiente. Probablemente Isabel tampoco se merecía a alguien como yo. Su único pecado fue darle a la vida más de lo que obtuvo a cambio. Me mortifica pensar en aquel abrigo por el que me encerraron. Si me hubiera hecho con él estoy seguro de que Isabel habría entrado en calor, no hubiera enfermado y nuestro hijo habría nacido. Dios, si al menos no hubiera cometido la torpeza de intentar robarlo podría haberla cuidado durante aquellos días en que estuvo prácticamente a la intemperie. Ni siquiera le hubieran robado su violín. Ahora sólo espero que Isabel me sepa perdonar, allá donde esté.

Las cosas en el sur son muy distintas pero no dejo que me vaya mal. El trabajo en el campo es duro y procuro que mis pensamientos me mantengan ocupado hasta el final del día. Ahora lo veo todo con más claridad y sé que hay una deuda que tengo pendiente. Las noches aquí son claras y despejadas. Cuando miro al cielo y veo una estrella, pienso que es Isabel que me observa, y pienso también en que no tardaremos en encontrarnos.


EPÍLOGO

El diario que precede a estas notas finales pertenece a un manuscrito anónimo que el que ahora les habla compró en un rastrillo de un pequeño pueblo blanco del sur por unas pocas pesetas, allá por 1994. La mujer que me lo vendió me aseguró que ella lo había obtenido comprándoselo a su vez a un hombre ciego, cuya piel estaba casi en su totalidad recubierta por un vendaje bajo el que parecían supurar decenas de llagas. A ella le llamó la atención el precioso encuadernado —un hilo grueso y púrpura unía las páginas, y las tapas de cartón estaban forradas con un tejido suave y extraño al tacto, diríase que se trataba de piel humana—, pero me confesó que al ser la letra difícilmente legible y ver que no se vendía, estuvo a punto de quemarlo.

He procurado transcribir la historia tal y como estaba escrita, haciendo únicamente alguna corrección sin otra intención que la de facilitar el buen entendimiento del texto. Descifrar lo que en esas páginas estaba escrito fue una tarea ardua, pues por momentos la letra se volvía prácticamente indescifrable, mostrando un trazo tembloroso que adivinaba lo doloroso del momento de su escritura.

El punto en el que la historia original acaba no es, como habrán adivinado algunos, aquel en el que nos hemos detenido. Ocurre que la de por sí difícil transcripción del diario manuscrito tórnase imposible a partir de ahí. Unas manchas oscuras —acaso sangre—, caprichosas por los extraños trazos que dibujan sobre las hojas, salpican el texto ocultando fatalmente las palabras escritas.

Esto, por supuesto, no hizo sino aumentar mi curiosidad acerca del contenido de las restantes páginas, y tal curiosidad acabó deviniendo en obsesión. Tanto es así, que los últimos siete años de mi vida los he consagrado a la búsqueda de testimonios, de un lado a otro de la península, que pudieran arrojar alguna luz sobre el destino de este hombre anónimo, enamorado y maltratado obscenamente por la vida.

He de reconocer que la gran mayoría de mis intentos fueron infructuosos y casi me conducen al desánimo absoluto. Mis esperanzas por encontrar a aquel hombre con vida —pues tal era mi fijación, a pesar de saber en mi fuero interno de mis escasas probabilidades de éxito— crecieron cuando un hombre sureño me aseguró haberle dado trabajo a alguien que podía tratarse del Amante de Isabel, que un buen día desapareció y que se rumoreaba que se había dirigido a la costa portuguesa. Y así transcurrieron para mí los años, haciendo caso a cualquiera que quisiera escucharme, siguiendo falsas pistas, caminando en círculo, del sur a Portugal, de Portugal a Levante, de Levante al sur otra vez, de allí al norte, del norte al centro... Todo sin ningún resultado palpable.

Al final de mi periplo, una luz fue arrojada sobre este asunto, cuando ya la desilusión comenzaba a ser para mí un modo de vida. Ocurrió en la costa cantábrica, el lugar donde es más probable que la mayor parte de las páginas de este diado fueran escritas. Allí, en la ciudad portuaria de Norteña, me topé con un joven y apenas conocido músico, de nombre Nacho Vegas, que aseguraba haber oído la historia del Amante de Isabel. Según él, durante la década de los 90, circuló en forma de romance cantado que se podía escuchar en oscuros tugurios de las principales urbes del norte, donde músicos de rock la incluían en repertorios en los que sentimientos ocultos en algún oscuro compartimento del alma humana eran vomitados frente a una audiencia generalmente escasa pero siempre atenta. Muchas eran las versiones que Vegas había conocido y muchas las variantes del final que tantos quebraderos de cabeza me había causado en los últimos años, y que seguía ignorando. Él mismo se había hecho eco de una historia que a él también le había sobrecogido, escribiendo una canción que, acompañado sólo de una guitarra española, tuvo a bien tocar para mí —era la primera vez que la compartía con alguien—. Mi asombro fue grande cuando comprobé que las notas del diario que yo conocía estaban reflejadas de una manera sorprendentemente fiel en la canción que escuché interpretar a Vegas, incluyendo un trágico desenlace. Aquello me hizo pensar que debían circular copias del manuscrito con el que yo hace siete años me topara. Quisiera pues acabar esta crónica con la letra de la canción, deseando que la puedan escuchar algún día musicalizada para poder apreciarla en su totalidad.



Me dicen: Ya te volveremos a llamar,
pero no lo harán; lo sé muy bien.
Estoy en la calle y sólo puedo pensar
en la manera de decírselo a Isabel.
Tras la puerta escucho cómo toca en su violín
algo triste y yo no sé qué vamos a hacer.
No es un buen momento, porque en Navidad
nacerá nuestro primer bebé.
Conozco mi suerte demasiado bien
pero al oír su voz me siento algo mejor.
Ella dice que las cosas cambiarán.
Yo la abrazo y permanezco así, y así se esconde el sol.

En este viejo coche no se está tan mal;
llevo aquí desde hace un mes con Isabel.
Pero el invierno muy pronto llegará
y nuestro hijo con él.
Ya no cobro el paro; Isabel no toca su violín.
Hace frío y ella no se encuentra bien.
He visto un abrigo en el centro comercial.
No tengo dinero pero me he de hacer con él,
así que robaré para ella, robaré para Isabel.
Lo hago y trato de escapar pero alguien por detrás
me golpea y me he debido desmayar
pues despierto en una celda gris y no consigo recordar.

Llevo dos semanas sin saber de Isabel.
Me dan cuatro hostias y me dejan libre al fin.
Vuelvo al viejo coche y me la encuentro tiritando;
está enferma y alguien le ha robado su violín.
Me desnudo y con mis ropas la trato de abrigar;
yo manténgome en calor con un poco de alcohol.
Le consigo agua y algo de comer.
En unos días se pondrá mejor, lo sé.
Pero esta mañana cuando al fin brillaba el sol
Isabel no despertó; siquiera lo intentó.
Se me fue con nuestro hijo en su interior;
al menos no podrá acabar igual que yo.

Isabel se fue a un lugar mejor;
yo no tuve el valor para ir detrás.
Con aquel abrigo habría entrado en calor,
sólo espero que me sepa perdonar.
Pero fue mi culpa, y por ella pagaré...
¡Hoy estoy en deuda!
Al fin lo veo claro; ahora sé
cuál es mi misión aquí:
tengo una navaja; esta misma noche haré
un abrigo con mi piel, pondrá Isabel en él.
Queda algo de vodka; aliviará el dolor.
Si comienzo pronto podría acabar al amanecer.

Canciones contadas (Ed. Km 1, septiembre 2009)


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